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Cordelio Lacuesta, el carpintero, había sido siempre un hombre de familia. Se casó joven, como la mayoría de los hombres de esa pequeña ciudad del departamento de
Colonia. Olga Negrete,la esposa, con quien tuvo tres hijos, aparte de un sobrino que le dejó la hermana unas horas antes que la “desaparecieran” allá por el 74, era una morocha de formas bien redondeadas, pelo lacio que le caía siempre recto sobre los hombros, ojos serenos y una boca gruesa y sensual que ahora envidiaría hasta una clienta carasquense del mejor cirujano plástico del país. Olga tenía de profesión “labores”, lo que legal y literalmente quería decir levantarse al alba para preparar el mate, el café con leche con pan y dulce de membrillo para los chiquilines, levantarlos, vestirlos, aprontarlos para la escuela, llevarlos, hacer los mandados, el almuerzo, limpiar la casa, hacer las camas, lavar la ropa, colgarla, plancharla, guardarla, servir la mesa, fregar los platos, coser botones, agujeros de medias, lustrar zapatos, volver a la escuela a traer los gurises, darles merienda, supervisar deberes, pegar cuatro gritos cuando se peleaban, limpiar de nuevo, hacer la cena, fregar y secar una vez más, darse un bañito e irse a la cama, además de cumplir con sus deberes maritales al menos un par de veces a la semana. Y no se quejaba; primero porque había sido criada para hacer todo eso sin protestar, y segundo porque el flaco Cordelio la tenía tan enamorada como el día que lo conoció y se dejó llevar por su forma de agarrarle la cintura para bailar y las maneras delicadas con que la acariciaba cuando unas noches después se la llevó cerca del arroyo. Podía decirse que para Olga era fácil ser feliz, porque nunca se le había ocurrido aspirar a más que lo que tenía.
Colonia. Olga Negrete,la esposa, con quien tuvo tres hijos, aparte de un sobrino que le dejó la hermana unas horas antes que la “desaparecieran” allá por el 74, era una morocha de formas bien redondeadas, pelo lacio que le caía siempre recto sobre los hombros, ojos serenos y una boca gruesa y sensual que ahora envidiaría hasta una clienta carasquense del mejor cirujano plástico del país. Olga tenía de profesión “labores”, lo que legal y literalmente quería decir levantarse al alba para preparar el mate, el café con leche con pan y dulce de membrillo para los chiquilines, levantarlos, vestirlos, aprontarlos para la escuela, llevarlos, hacer los mandados, el almuerzo, limpiar la casa, hacer las camas, lavar la ropa, colgarla, plancharla, guardarla, servir la mesa, fregar los platos, coser botones, agujeros de medias, lustrar zapatos, volver a la escuela a traer los gurises, darles merienda, supervisar deberes, pegar cuatro gritos cuando se peleaban, limpiar de nuevo, hacer la cena, fregar y secar una vez más, darse un bañito e irse a la cama, además de cumplir con sus deberes maritales al menos un par de veces a la semana. Y no se quejaba; primero porque había sido criada para hacer todo eso sin protestar, y segundo porque el flaco Cordelio la tenía tan enamorada como el día que lo conoció y se dejó llevar por su forma de agarrarle la cintura para bailar y las maneras delicadas con que la acariciaba cuando unas noches después se la llevó cerca del arroyo. Podía decirse que para Olga era fácil ser feliz, porque nunca se le había ocurrido aspirar a más que lo que tenía.
Cordelio sin embargo, vivía atormentado por otra pasión que lo traía loco. Llevaba ya un par de años con su doble vida y podría decirse que en su existencia había un equilibrio, compuesto por un lado por Olga y los niños, y su amante , su pasión, por el otro. No es fácil de entender, pero Cordelio hubiera preferido dejar todo como estaba, seguir viviendo en esa situación que aunque lo angustiaba, creía era la mejor. Al principio porque pensó que se le iba a pasar el metejón, más tarde porque le entraron las dudas y después porque se acostumbró a vivir de esa manera. Y bueno, otros maridos iban al boliche, jugaban y se tomaban hasta el aguinaldo, otros maltrataban a su mujer o a sus hijos, se iban de baile, o simplemente no trabajaban ni se ocupaban de la familia. El si; y todo eso no era poco.
Además Olga era su soporte en la casa, en el barrio, en el pueblo, y por qué no, también en su corazón dividido. Olga era su libreta de matrimonio y su paseo dominguero después de misa, era la que hacía los pasteles de dulce para llevarle a su madre el día del cumpleaños; la que tejía rebozos y escarpines cuando le nacía algún sobrino.
¿Cómo podía dejarla, si representaba casi la mitad de su vida? ¿Cómo, si todavía, después de hacer el amor, él se refugiaba en su abrazo como un niño recién nacido?
Pero la otra parte le empezó a exigir que se definiera. Y se rompió el equilibrio: la lucha entre el corazón y la mente alteró la conducta de Cordelio al punto de explotar por cualquier situación como si él mismo se hubiera convertido en un campo minado. Totalmente ajenos a la realidad de lo que sucedía, sus hermanos, cuñadas, y la propia Olga le atribuían sus reacciones a la proximidad de los cuarenta.
Algunos entendidos han definido la pasión como un estado desordenado del ánimo o la afectividad. La pasión enceguece, se apodera de la razón y no deja lugar para el sentimiento profundo, las raíces, las convicciones; no se puede luchar contra ella, porque crea adicción como las drogas, porque solo abandona al individuo cuando éste ha tocado fondo, rendido ante ella. Así se sentía Cordelio: súbdito de una reina loca que lo condenaba a una sumisión absoluta, que lo obligaba a arrastrar una carga mortal, lo torturaba y lo mantenía vivo para regocijarse por su tormento.
Difícil decisión. Pasaban los días y las noches, y cada vez se sentía más atraído por su nuevo amor, como si él fuera su destino y su esencia. Era inútil poner todo lo demás en la balanza: ésta iba a inclinarse indefectiblemente para el otro lado. Olga sin saberlo, se lo hacía más dificultoso todavía, ya que lo seguía tratando con el mismo afecto, dedicación y paciencia de siempre. El jamás hubiera deseado herirla, pero las cartas estaban echadas. Una vez que supo cuál sería la única alternativa, entendió que el trago amargo debía tomarse cuanto antes.
A la mañana siguiente se quedó en la casa, y esperó que Olga regresara de la escuela para conversar a solas. Se lo contó todo. Mientras le hablaba, la veía retener estoicamente las gruesas lágrimas, que finalmente terminaron recorriendo sus mejillas; a pesar de que la conocía muy bien, no podía creer que entendiera y aceptara como si lo hubiera sabido desde siempre.
A medida que iban transcurriendo los minutos, Cordelio sentía una paz, una tranquilidad de conciencia que hacía mucho tiempo no tenía.
Juntó algo de ropa, la guardó en una pequeña maleta y se despidió con la misma delicadeza y ternura que Olga amó en él.
Fue directo a la herrería de Luis, su amigo de la infancia; sin pronunciar palabra Luis lo abrazó, y luego tomó su mochila y la matera. Se fueron juntos, con la esperanza de que, algún día sus familiares pudieran comprenderlo.
Y no han vuelto por el pueblo.
3 comentarios:
Pat, del Club de la Escritura, como de carámbola, me vine para acá para observar tu blogger. Me detuve en este cuento y simplemente me encantó.
El cuento atrapa y el desenlace es sorpresivo. Este cuento es de kilates. ¡Felicitaciones!
Besos, Gris
Muy interesante con un final sorprendente.
Muy grato leerte, querida Patricia.
Realmente me atrapó tu cuento. Y fui sorprendido por el final, no me lo esperaba. Pese a que en estos tiempos se dan estas situaciones. Gracias por esos minutos en que somos uno, el escritor y el lector y el personaje ...o la historia.
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